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Marta García

23/10/14

Al producir alimentos, ¿nos estamos comiendo el planeta?

Nada más “verde” e idílico que los campos cultivados. Hoy en día, alrededor de dos quintas partes de la superficie terrestre están dedicadas a la agricultura, como resultado de la explosión poblacional y de la expansión económica planetaria.

Sin embargo, las alarmas de los ambientalistas se han activado. Con tanto terreno para sembrar, regar, arar y procesar, se calcula que el sector agrícola es responsable del 70% del consumo global del agua, una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, casi un tercio del consumo de energía y un 80% de la deforestación.

La paradoja de la humanidad está allí: a más bocas que alimentar, más terreno que cultivar, y por tanto más probabilidades de que la tierra y los recursos naturales se agoten. Estamos alimentándonos a cuenta de las futuras generaciones.

En América Latina, la agricultura es el medio de subsistencia de millones de personas, y con Asia, será la región responsable de más del 75% de la producción agrícola adicional durante la próxima década, según un informe de la FAO y la OCDE.

Históricamente, la agricultura intensiva se ha considerado como la clave para la seguridad alimentaria, ¿Pero a qué costo? El sobreuso de los fertilizantes y los recursos de agua están creando grandes problemas ambientales a nivel global.

La perspectiva para el planeta es desalentadora si tomamos en cuenta las previsiones de que la población mundial superará los 9 mil millones en 2050, lo que requerirá aumentar la producción en un 50% para garantizar la seguridad alimentaria de todos. El impacto en el medioambiente puede ser dramático y es por ello que este año el Día Mundial de la Alimentación que se celebró este jueves estuvo dedicado a “Alimentar al mundo, cuidar el planeta”.

"Alcanzar esta meta (de aumentar la producción) requerirá la expansión de la superficie cultivada, especialmente en el mundo en desarrollo, con implicaciones para la sostenibilidad de la tierra, del agua dulce, la biodiversidad y el clima del planeta", explicó Mohamed Bakarr, especialista ambiental sénior del Fondo para el Medio Ambiente Mundial (FMAM).

La clave para lograr la seguridad alimentaria mundial, según Bakarr, es incrementar el rendimiento de las tierras agrícolas actuales, pero de una manera que asegure que los recursos naturales son sostenibles y resistentes a un mundo en constante cambio.

La agricultura enfocada en el clima se presenta como una oportunidad para abordar la seguridad alimentaria de forma integrada. Mohamed Bakarr. Especialista ambiental sénior del Fondo para el Medio Ambiente Mundial

Seguridad alimentaria frente al medioambiente

Un clima más cálido tendrá efectos directos sobre la industria agrícola. Es por ello que la producción de alimentos no solo necesita ser sostenible sino también “inteligente”, para reducir tanto las emisiones de gases como aumentar la resiliencia de los cambiantes patrones climáticos.

Y al mismo tiempo, de parte de los consumidores, es necesario evitar el desperdicio de alimentos, unas 1.300 millones de toneladas cada año, que causa $750 mil millones de daños al medio ambiente, según cálculos de varias organizaciones.

“La agricultura enfocada en el clima se presenta como una oportunidad para abordar la seguridad alimentaria de forma integrada, con beneficios en adaptación y mitigación de impactos”, asegura Bakarr.

Y esa oportunidad tendría beneficios que se extienden mucho más allá de la pura producción de alimentos. Mayor sostenibilidad y el uso más eficaz de los recursos aumentarán la absorción de carbono, mejorará la salud de los terrenos y suelos, permitirá un manejo más eficaz de las cuencas hidrográficas y permitirá la conservación de la biodiversidad en las zonas agrícolas.

Hambre y pobreza

Pero a pesar de la preocupación por el planeta, hay una verdad que no se puede ocultar: más de 800 millones de personas alrededor del mundo, unos 49 millones de ellos en América Latina, no tienen acceso seguro a los alimentos diarios necesarios para sobrevivir, según la FAO.

El hambre y la malnutrición son el primer riesgo a la salud a nivel mundial y la principal causa de muerte de los niños. Ninguna región está inmune y en América Latina, se calcula que casi 7 millones niños en edad preescolar padecen de desnutrición crónica, la mayoría de comunidades indígenas o afro-descendientes, según el Programa Mundial de Alimentos.

En Latinoamérica, como en todo el mundo, el hambre está vinculada íntimamente con la pobreza. Por lo tanto, no se acabará con el hambre únicamente con mayor producción, también hay que hacer frente a las desigualdades que existen en la región.

“Cuando un hogar desarrolla estrategias contra la inseguridad alimentaria, aquellos con más recursos son los que desarrollan las estrategias más adecuadas,” explica José Cuesta, economista de desarrollo del Banco Mundial, y autor del estudio Alerta sobre el Precio de los alimentos. “Los más pobres venden sus activos productivos, sacan a sus hijos de las escuelas o dejan de comer un tiempo,” agregó.

Un 30% de la población latinoamericana depende en la agricultura para su sustento. Fuertes sequías en los primeros 4 meses de este año ya han impactado gravemente las cosechas en Centroamérica, y a nivel regional casi dos millones se han visto afectados por la inseguridad alimentaria durante el mismo período.

Según Cuesta, en nuestra región, a diferencia de otras partes del mundo, el incremento de la clase media que se ha registrado en la última década puede generar desafíos adicionales a la hora de alimentarnos a todos. “A medida que uno aumenta su nivel socioeconómico, las pérdidas de alimentos tienden a aumentar, algo que los más pobres no pueden permitirse”, afirma.

Malas cosechas provocan además aumentos en el precio de los alimentos, que consecuentemente generan más pobreza. Es un triste panorama para una región que alberga un tercio de las tierras cultivables del mundo, sin embargo lo expertos están de acuerdo en que con gestión adecuada el sector agrícola latinoamericano todavía tiene un gran potencial para alimentar a las próximas generaciones.