Por Joaquín Olona. Publicado en iagua el 8 de mayo de 2013.

Más grave que la escasez física es la contaminación y la falta de inversión. La innovación, tanto tecnológica como, sobre todo, institucional resulta esencial para hacer frente a los retos del agua.

El paradigma vigente en relación con el agua descansa en la idea de su escasez física, lo que lleva a poner todo el énfasis en el ahorro. Sin embargo, muchos de los problemas tienen su origen en la mala gestión de los poderes públicos (LLAMAS, M. R., 2005). El actual enfoque del debate sobre la crisis del agua resulta cuestionable por entender que lo más grave no es la escasez sino la contaminación y la falta de inversión (BISWAS, A., 2005).

En realidad, el agua es un recurso globalmente abundante si bien las condiciones locales imponen obstáculos que, con las herramientas tecnológicas, económicas e institucionales actualmente disponibles, pueden resultar insalvables salvo que se aborden profundas acciones de innovación tecnológica e institucional.

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El agua dulce (35 millones de Km3) representa una pequeña fracción de toda el agua del planeta (1.400 millones Km3) respecto de la que la lluvia anual que reciben las tierras emergidas (110.000 Km3) resulta prácticamente un volumen insignificante. Algo menos de la mitad de la lluvia acaba en los ríos, lagos y acuíferos (42.000 Km3). El resto la retiene el suelo para evaporarla directamente o a través de las plantas (68.000 Km3). La primera, el “agua verde”, por ser objeto de extracción centra la atención de la planificación hidrológica convencional que excluye la segunda, el “agua verde”. Ambas, la azul y la verde, configuran el recurso renovable si bien la verde también queda excluida del agua “económicamente accesible”, un concepto relativo por estar ligado a las tecnologías disponibles en el momento y a las posibilidades económicas para su aplicación. Su volumen varía según las fuentes entre 9.000 y 14.000 Km3 anuales.

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La extracción total de agua se cifra en 3.800 Km3 (FAO) lo que equivale a 30 partes por millón del volumen total de agua existente en el Planeta y al 9% del agua azul. Sin embargo, la contaminación incide de forma mucho más extensa, pudiendo llegar a afectar a la práctica totalidad del recurso. De ahí la relevancia de la calidad de las aguas y de la lucha contra su contaminación.

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El regadío es responsable del 69 % de todas las extracciones de agua, representando el 6,23 % de los recursos renovables extraíbles; la FAO prevé que las extracciones del regadío aumentará, hasta 2050 un 11% (BRUINSMA, J. 2009). 

Los ríos son las fuentes de agua sobre los que el impacto de las actividades humanas resulta particularmente aparente y visible. Sobre todo por la magnitud de los volúmenes de extracción, vertido y contaminación, en relación con la escasa proporción de agua azul que representan (5%). La Declaración de Brisbane (Austria, 2007) señala que los caudales ecológicos son esenciales para la salud de los ecosistemas de agua dulce y el bienestar humano. Sin embargo, el mantenimiento de estos caudales resulta uno de los aspectos más controvertidos, sobre todo cuando los caudales son temporalmente irregulares y/o tratan de regularse hidráulicamente.

De todas las necesidades humanas, la más exigente en agua es la alimentación. Se necesita entre 50 y 100 veces más agua para producir nuestra comida que la que utilizamos en nuestra casa (FALKENMARK, M., 2012). Hacen falta unos 5 litros diarios para beber, otros 50 litros más para la higiene personal y no más de 200 litros por persona y día para los servicios urbanos y la industria. Sin embargo, para producir la comida diaria requerida por una persona se necesitan 3.000 litros de agua. Una cantidad en gran medida determinada por dos factores naturales esenciales. Uno es el clima, que determina el nivel de evapotranspiración de los cultivos. El otro es el rendimiento fotosintético, un proceso extraordinariamente exigente en agua que, para fijar CO2 y producir una sola molécula de glucosa necesita entre 300 y 600 moléculas de H2O. No es casual, ni consecuencia del derroche, que la agricultura sea la principal responsable de la huella hídrica y de la extracción de agua.

La huella hídrica total de la humanidad, que es la cantidad de agua utilizada para producir todos los bienes y servicios consumidos, se cifra en 9.087 Km3/año (HOEKSTRA & MAKONNEN, 2012). Representa algo menos del 10% de la precipitación anual. La huella azul o consumo procedente de los ríos, lagos y acuíferos (huella azul) se valora en 1.025 Km3/año. Teniendo en cuenta los 3.800 Km3/año a los que asciende la extracción total (FAO), el consumo real (evaporación) tan sólo sería una cuarta parte de dicha extracción; las tres cuartas partes restantes estarían siendo devueltas al sistema hidrológico tras su utilización. De ahí la importancia de subrayar la diferencia entre “extracción” y “consumo” así como la importancia de los “retornos” o volúmenes devueltos, normalmente contaminados y con pérdida de energía potencial, al sistema hidrológico tras el uso.

La agricultura contribuye con el 92 % a la huella hídrica total. Pero mientras que en el caso de los usos industriales y domésticos toda la huella es azul, en el caso de la agricultura la huella verde es 7 veces mayor que la azul. En realidad, toda la huella verde corresponde a los cultivos. También es destacable el hecho de que siendo tan determinante la agricultura en la huella total, lo es menos en la llamada huella gris (53%), que es la cantidad de agua equivalente para diluir los contaminantes hasta un nivel aceptable.

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El regadío mundial se ha duplicado prácticamente durante los últimos 50 años hasta alcanzar en 2010 una superficie de 318 millones ha; supone el 20% de la superficie agrícola mundial y concentra el 40% de la producción agrícola (FAOSTAT). A partir de los resultados de Hoekstra & Makonnen (2012) cabe atribuir al regadío (huella azul) el 12% del consumo total de agua agraria. Por tanto, no es cierto que el regadío sea la actividad humana que más agua utiliza y consume tal como de forma habitual y reiterada se afirma; lo es el secano (huella verde). Teniendo en cuenta su significación productiva y que el aumento del rendimiento por hectárea reduce considerablemente la huella hídrica (Hoekstra & Makonnen, 2011), el regadío resulta esencial para lograr la eficiencia en el uso agrario del agua.

Las posibilidades de ahorro de agua en la agricultura podrían estar sobrevaloradas, particularmente en cuencas limitadas donde las medidas de control de la demanda suelen dar lugar a que algunos usuarios puedan aumentar sus consumos en detrimento de los usuarios aguas abajo y donde se pone de manifiesto que la gestión del suministro sigue siendo la forma más efectiva de reducción del uso y que, en muchos casos, el aumento del mismo es inevitable (MOLLE & TURRAL, 2004).

Las mejoras tecnológicas del riego suelen ir asociadas a una mayor intensificación productiva y un aumento en el consumo de agua (PERRY, C., 2008). El incremento de los rendimientos de los cultivos conlleva mayores consumos absolutos de agua (KELLER, A. & SECKLER, D., 2005). La modernización de regadíos mejora la eficiencia del uso del agua en las explotaciones y su productividad, reduciendo también la contaminación del medio hídrico; sin embargo, no reduce necesariamente los volúmenes de agua utilizados tendiendo incluso a incrementarlos (LECINA, S., ISIDORO, D., PLAYÁN, E., ARAGÜES, R. 2009).

Suele ignorarse que la agricultura, aunque a menudo en una forma degradada, devuelve volúmenes significativos de agua al sistema hidrológico (BURKE, J. el al., 2004) que no son verdaderas pérdidas por incorporarse al sistema hidrológico para nuevos usos, incluido el ambiental. A escala regional, las fracciones de consumo y de reutilización son mucho más relevantes que la eficiencia de riego propiamente dicha (ALLEN, R.G. et al., 2005). Esto exige usar la cuenca agrícola como unidad de evaluación, en un enfoque de gestión integrada, que permita tener en cuenta la multiplicidad de los usos del agua y considerar la calidad de los flujos de retorno (FERNÁNDEZ, M.S., 2007).

Poner todo el énfasis en la mejora de la eficiencia técnica de riego en las fincas, tratando de reducir todo tipo de pérdidas y sin tomar en consideración el ámbito más amplio de la cuenca, la reducción del volumen de retorno a los cauces y a los acuíferos puede ocasionar otros impactos negativos sobre el medio ambiente y el equilibrio de los recursos (PERRY, C., 2008). Comprender la diferencia entre uso y consumo así como sus implicaciones hidrológicas resulta imprescindible para la elaboración de políticas de agua sensatas. Las interacciones entre las políticas agrícolas y las del agua son complejas y su comprensión resulta crucial para el logro de una gestión eficiente del agua (FLICHMAN, G. et al., 2004).

El ahorro de agua puede carecer de sentido en los regadíos infradotados y alejados de su potencial productivo. Sobre todo, si para lograrlo se introducen costes energéticos, o de otra naturaleza, desproporcionados.

La manera verdaderamente eficaz de ahorrar agua en la agricultura es reducir la evaporación ajena al cultivo propiamente dicho, que es la que no se traduce en producción de alimentos. Por ejemplo la del suelo, la que se produce en las infraestructuras abiertas de almacenamiento, transporte y distribución del agua de riego o la que generan las malas hierbas. Pero también logrando una mayor producción por gota evaporada, lo que se consigue elevando los rendimientos, por ejemplo, mediante la transformación el secano en regadío y la aplicación de otras herramientas agronómicas y tecnológicas.

Sin embargo, lo esencial en relación con el agua es la innovación, tanto tecnológica como, sobre todo, institucional. La asignación del agua entre los diferentes usos, además de eficiente, debe ser justa. Lograrlo depende de la puesta a punto y perfeccionamiento de mecanismos que incentiven la cooperación, la negociación y la concertación entre los agentes implicados. Unos mecanismos que difícilmente pueden encontrarse en los mercados ni en los estados sino que deben surgir de la acción colectiva de los propios usuarios.