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Daniel Martínez

23/06/15

El granjero del caviar blanco de caracol

Estamos en lo alto de Villanueva del Trabuco, tierra adentro, a escasos 50 kilómetros de Málaga. Apenas se ve gente por las calles. El cielo de la tarde se ha vuelto gris y aquí arriba sopla una brisa fresca que ayuda a rebajar el bochorno de las últimas horas de la mañana. Llegamos en buen momento. A medida que la luz del día va decayendo, son más y más los caracoles (unos 100.000) que, sobre trozos de madera o entre la maleza de la granja, se entregan sin descanso a una orgía de sexo.

--Los dardos del amor vuelan, no paran -avisa todo serio Juan Grande.

Pronto descubriremos que lo de «dardos del amor» nada tiene de expresión literaria. Es real. Y se refiere al aguijón que cada uno de sus hermafroditas dispara al de al lado como invitación al apareo. Somos testigos. El frenesí se extiende por todas las ramas verdes de este edén inventado bajo un techo de plástico. Cada cópula transcurre sin prisas, lentamente, entre 10 y 15 horas de duración, como corresponde a la bien ganada fama del animal. Algo inalcanzable para cualquier otro ser en la Tierra, hombre incluido...

Y tras la fiesta, el milagro: el caviar blanco de caracol, brillante como perlas de mar. Hay huevos a millones. Probamos. Son como burbujas que explotan en aromas dentro de la boca. Difícil de describir al primer bocado. Es la primera cosecha de un caviar terrestre único, el fruto de un estudio que ha durado tres años. A la presentación mundial, el 25 de junio en Marbella, acudirán los gurús de lo exquisito. Cuenta con la bendición previa de estrellas Michelin como David Muñoz (3) o Pepe Rodríguez (1), que ya lo han catado «con éxito», y de restaurantes tan exclusivos como el Cavalli Club de Ibiza, del diseñador italiano Roberto Cavalli, otro de los grandes que ya ha concretado su pedido al emprendedor malagueño.

Antes que helicicultor, Juan Grande fue bancario, un buen sueldo como director de sucursal y el lujo de tener el puesto asegurado. Hasta que vino la crisis y hubo que vender preferentes y demás productos financieros de difícil explicación. «Aquello no iba conmigo», recuerda. El banco quería olvidarse de él, y él quería cuanto antes olvidar al banco. Trato hecho... y a casa.

Juan se quedó parado pero no quieto. Y después de un año buscando en internet qué trabajos eran los de mayor futuro en época de vacas flacas, vio la luz. «En primer lugar figuraba como trabajo más lucrativo el de los chinos, pero yo no soy chino... Luego estaba el de la prostitución, y yo, con una hija y 50 años, qué quieres que te diga, pues tampoco me veía de proxeneta», suelta con el salero del sur. Fue una página extranjera que hablaba de los huevos de caracol y sus posibilidades la que finalmente le abriría el camino que buscaba. «Empecé a empaparme de la biología del animal, de sus costumbres, de su evolución, hice cursos especializados, consulté a universidades... Yo quería saberlo todo, incluso si los caracoles soñaban», cuenta Juan, con 54 años, de aquellos meses de incertidumbre, sentado ya sin traje y corbata frente al ordenador.

El azar (y el empeño) haría el resto. A las manos de un empresario de la zona, dedicado a la agricultura y la locomoción del campo, llegaría el proyecto de Grande por un amigo común. «Era un negocio original, bonito y rentable. Me enamoró», justifica Alberto Fernández Rivas, el socio, al que bastaron 48 horas para darle el sí a Juan. El ejecutivo que había abandonado el banco por ética mutaba en el granjero del caviar blanco que es hoy. Y como aquel italiano loco e innovador, Fulvius Hirpinus, el primero en la Historia que creó una granja de caracoles para asegurar el suministro y complacer el exigente paladar de césares y patricios, 2.000 años después, Juan Grande pretende retar al romano precursor de la helicicultura.

«Quién me iba a decir que al final entregaría mi vida a un animal sordo y ciego, que zampa cada tres horas y aprovecha la oscuridad para ligar todo lo que puede», le saca punta y humor al trabajo que supone cuidar a diario los 300.000 helix aspersa que el granjero atesora entre las dos granjas que abastecerán a Perlas Blancas de Andalucía, la nueva marca gourmet. Se espera obtener 300 kilos de caviar blanco al año. Un kilo en el mercado del lujo oscila entre los 1.600 y los 1.800 euros. «El de los franceses, que son los que dominan, es de calidad inferior al nuestro, esto dicho por grandes chefs y críticos de gastronomía», saca pecho Juan.

Al frente del laboratorio está Raquel, una de las alumnas del jefe. Se conocieron durante un curso sobre la biología del caracol. Raquel, antes ama de casa, se encarga de la limpieza y selección del caviar. Todo aquí es artesanal. Huevo a huevo va repasando cada puesta bajo una enorme lupa con luz. La encontramos examinando una «pequeña» muestra de 20.000 huevos, poco más de medio kilo. Reposan sumergidos en agua dentro de un recipiente plano. «¿Ves?, los que van cambiando a color rosa no valen, no tienen calidad, cuanto más blancos mejor, como las perlas de joyería», explica mientras con una pinza va separando los fallidos de los sanos. «Tampoco deben romperse», es otra señal de calidad. Lo comprobamos. Elegimos varios huevos al azar y los soltamos desde lo alto de nuestras cabezas. Curioso. Botan como pelotas de ping-pong. Sin deformarse. «Si mantienen la homogeneidad del calibre es otra buena señal». Una dieta a base de trigo, cebada, soja y calcio, sería parte del secreto.

Catamos los de una tarrina fría, lista para el consumo. Se saborea a cucharadas. Los huevos tienen un tamaño similar al de las huevas de salmón. Sin embargo, su sabor no recuerda en nada al mar. Al explotarlos en la boca saben a campo, con matices de bosque, tierra, hierba fresca... Temperatura ideal de consumo, 5ºC. Uno se imagina qué sería repetir con un buen vino o cava de acompañante. «Algunos catadores los llaman perlas de Afrodita por sus supuestos efectos afrodisíacos», añade Grande. Él ha fiado a los caracoles más jóvenes, los que todavía no han puesto huevos en la granja, el presente y el futuro de su negocio. A estos los separa del resto cuando cumplen entre seis y siete meses y los lleva a la sala de reproducción. Allí alcanzan la madurez sexual. «Mira como brillan, parecen perlas de verdad».

Juan ha conseguido que sus caracoles produzcan más. Un reproductor cualquiera pone huevos una o dos veces al año, una media de 150 huevos, apenas 3,5 gramos, los cuales deben ser seleccionados. Esto significa que se necesitan un mínimo de 275 puestas para obtener un kilo, siempre que las puestas cumplan los estándares de calidad exigidos (huevas homogéneas, del mismo tamaño y de un color blanco brillante). El pero está en que no todos los reproductores ponen siempre huevos. De 3.000, lo hace sólo el 60%. Para cosechar un kilo se necesitan del orden de unos 30.000 huevos. Y Juan lo ha conseguido. La dieta y un ambiente controlado tanto en la granja como en la sala de reproducción aportarían las condiciones para que sus caracoles hagan tres o cuatro puestas al año. Los más veteranos, con poca capacidad para procrear, terminarán en los fogones de los restaurantes.

No es mal negocio. El helix aspersa -carne de cuaresma, decían de él los católicos en el siglo XIX, porque ni es carne ni pescado- tiene un 36% más de músculo que el caracol común.

El plan de Juan Grande, sin embargo, va más allá del exquisito caviar blanco. «Estos bichos tienen un inmenso poder cicatrizante», explica. «Me han curado una mano que había perforado con un destornillador». Viene de lejos que los caracoles, además de dar placer al paladar, contienen una farmacia natural. En forma de cataplasma, caldos, jarabe o en cremas, incluso machacados para ser untados directamente sobre el cuerpo. A su baba se le atribuyen efectos reparadores en las paredes del estómago y lubricantes en las vías pulmonares, bronquiales y garganta. Prácticas que arrancan de la antigüedad, recuperadas luego por los viejos galenos del Renacimiento y que hoy han sido confirmadas en los laboratorios.

En Bélgica, donde la farmacopea moderna convive sin mayores recelos con la tradicional, se está desarrollando un preparado con proteínas del caracol para reconstruir la mucosa gástrica dañada y curar la úlcera. Y no sólo eso. En Alemania y Francia incluso se usan caracoles en la elaboración de cosméticos. Uno de los últimos en aterrizar en España es un extracto elaborado con las proteínas del molusco, Ellêzza, que da lustre y vigor a la piel. La idea partió de un cultivador de caracoles chileno, que se percató de que sus extremidades se habían tornado más suaves de lo normal y que los pequeños cortes y heridas que se hacía al manipular las jaulas y las conchas de los animales no sólo se curaban antes sino que nunca se le infectaban. La ciencia hizo el resto. «Yo busco más», se entusiasma Juan. «Vendrá después del caviar. Es mi apuesta de vida».

-¿Ha hecho algún experimento más con las perlas?

-Si las mezclamos con mermelada de ginebra... Uff. Indescriptible.

-¿Vamos con las fotos?

-Esto sí me da miedo...

Al terminar la sesión, el fotógrafo Jesús Domínguez le enseña el álbum en su Nikon. «En la vida hubiera imaginado que algún día me sacarían así»... Como el amo del caviar blanco de caracol.