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Miguel Lorenzo

10/05/15

La irresistible tentación de ir a la pescadería

Ciertamente, el placer gastronómico empieza por el mercado, y las pescaderías son fuente de muchas satisfacciones. El español es, o de eso presumimos, amante del pescado y bastante entendido en la materia, además de contar con un espléndido recetario para convertir en manjares a los habitantes del océano; no en balde su idioma es el único de Occidente que distingue "pez" de "pescado".

Me gustan las pescaderías... siempre que no huelan a pescado; si el género es bueno, fresco, no debe oler así. Los peces no huelen a pescado y, si lo hacen, malo. Pero el mostrador de una pescadería es un espectáculo visual, y un anticipo de una fiesta gastronómica.

Pese a todo lo dicho, el repertorio por el que se mueve el consumidor medio es bastante limitado. Hay muchos pescados que la gente no compra porque no los conoce y son verdaderas exquisiteces. El consejo es: atrévanse. Hoy no hay grandes dificultades para hacerse con una receta que desarrolle todas las virtudes de un pescado poco habitual en el mostrador de nuestro pescadero.

Se ha dicho muchas veces que Madrid es el mejor puerto de mar de España. Aparte de por la cantidad de pescado que llega (Mercamadrid es la segunda lonja de pescado del mundo, sólo por detrás de la de Tokio), su riqueza es la variedad: viene de todas las costas.

Ya Julio Camba había escrito que Madrid no está más lejos del Atlántico para no acercarse demasiado al Mediterráneo; a lo mejor es al revés, quiere estar a distancia razonable de cualquier costa para abastecerse en todas. Cómo sería posible, si no, que en el mostrador de la misma pescadería se ofrezcan besugos capturados en el Cantábrico junto a otros subastados en Tarifa.

Bien, hace unos días visitamos nuestra pescadería habitual, en el barrio de Chamberí. Tras adquirir un buen trozo de congrio, de la parte abierta, que es la comestible, vimos en el mostrador un par de pargos que parecían estar pidiendo que los llevásemos con nosotros. Tenían un aspecto magnífico. No lo dudamos más que unos segundos, y adquirimos el más pequeño, sobre un kilo, rojo brillante, de ojos negros.

El pargo pertenece a una familia ilustrísima, la de los espáridos, que comparte con parientes tan deliciosos como el besugo, la dorada, el dentón, el sargo, la sama, la urta (vale hurta y, en Canarias, sama roquera).

Una serie de pescados "de fiesta", que encierran unos sabores exquisitos, fruto en gran parte de la presencia de crustáceos en su dieta; el sargo, por ejemplo, es capaz de comer percebes, gracias a la fuerza de sus dientes, que llamamos "de fumador" por su color amarillo. Bien, el pargo también come marisco, así que...

Pedimos al pescadero que abriese en libro nuestro pargo. Libre de estorbos menores (espina dorsal, interioridades...) llegó a casa. Se lavó (no hagan caso a quienes les digan que no hay que lavar el pescado en agua dulce) y se saló. Por otra parte, con unas pinzas se le extrajeron todas sus espinas: mejor que no lleguen a la mesa.

Cortamos en medallones un par de patatas, y las pusimos a cocer con una hojita de laurel y un par de dientes de ajo: mejoran lo suyo. Las retiramos antes de que estuvieran en su punto, las escurrimos y las depositamos en el fondo de la fuente en la que el pescado iría al horno.

Por otro lado, sofreímos cebolla en juliana; cuando empezó a ponerse transparente, añadimos tomate (sin piel) en dados, y dejamos que todo compotase diez minutos, espolvoreando al final un poco de perejil picado. Añadimos esta compota a las patatas, y al horno, para, por un lado, terminar de hacerlas y, por otro, darle al horno la temperatura necesaria para recibir al pargo.

Rociamos esta "cama" con un poco de ese aceite perfumado con ajo y guindilla que siempre tenemos a mano en casa, y dejamos que se hiciera unos cinco minutos. Al cabo de ese tiempo, depositamos cariñosamente encima nuestro pargo, abierto, con la piel hacia abajo, y lo hicimos, con el horno ya en condiciones, entre cinco y seis minutos. No precisa más, ni se merece menos.

Resultó perfecto. Lo acompañamos con un albariño reposado, un excelente "tercer año" de Fefiñanes, del Salnés. El pescado mantenía su sabor propio, notorio, mientras que la guarnición aportaba un toque de acidez (el tomate) y un apunte de picardía (el aceite aromatizado). Un conjunto armónico, delicioso.

Y es que al mostrador de la pescadería hay que llegar con los ojos (y la nariz) bien abiertos, y con el espíritu dispuesto a la aventura, alejado de la rutina. Que puede ir uno pensando en lenguados... y volver sin ellos, pero con un pargo como el nuestro, un chicharro de exposición o, quién sabe, unas sardinas que todavía creen que están en el Cantábrico. Fíjense bien, piensen rápido... y procedan. Ya verán cuántas alegrías puede darles su pescadero.